Carta de San Gaspar a sus Sacerdotes

atardecer gaspar

…La dedicación al sacerdocio y a sus responsabilidades delante de Dios y de los hombres: ¿no debiera ser esto lo que nos lleve a un examen más detallado de nuestra vida? Si San Pablo, el extraordinario predicador del Evangelio, temblaba: “No sea que, después de haber predicado a otros, yo mismo sea rechazado”; qué será, entonces, de nosotros, que en tantos aspectos encontramos motivos de sobra para repetir ante la presencia de Dios: “No soy digno de ser llamado Apóstol… Si debo gloriarme, me gloriaré de mis flaquezas!”. ¡Cuan importante es, entonces, entender lo que el Apóstol enfatiza en su carta a los Tesalonicenses: “Aspiren a vivir en paz, preocupándose de sus propios asuntos!”. Ciertamente, a estos puntos debemos dirigir nuestro examen para comprender las implicaciones de los textos citados. ¿Será posible que, mientras nos preocupamos de otros, nos descuidemos de nosotros mismos, o por lo menos no nos preocupemos lo suficiente por nuestra alma?

El tiempo pasa, la eternidad es la gran meta del hombre. Nosotros somos los dispensadores de los sagrados misterios. ¡Oh, que nunca experimentemos la suerte de los que se afanan y trabajan para amasar tesoros pasajeros! Pagan el precio de su fatiga, pero el tesoro no les pertenece. Trabajemos como es debido y con las debidas proporciones. Sin embargo, ¡Cuántas veces no distribuimos los tesoros divinos a las almas, mientras que nosotros, tal vez, nos vamos quedando pobres y necesitados por nuestra propia culpa! Tengan cuidado, entonces, de “no despreciar la gracia de Dios que está en ti por la imposición de las manos”.

Nuestro examen al pié de la Cruz se concentrará especialmente en tres puntos: Primero, el conocimiento de nuestras faltas; segundo, el examen de nuestra observancia de la disciplina interna, que puede llamarse “Manuductio ad Coelum”. Finalmente, debemos volver los ojos, pero con prudencia y reflexión, al aspecto exterior de su labor apostólica, no solo para reconocer lo bueno en general, sino para buscar el bien mayor que puede y debe ser fomentado con el máximo celo y para la mayor gloria de Dios a quien servimos. Con esta búsqueda del corazón se cumplirá lo que han dicho los profetas: “Me ejercité y mortifiqué mi Espíritu”. Pero, sobre todo, está búsqueda nos pondrá ansiosos por encontrar los medios para conseguir nuestro propósito. Estos medios son tres: una constante conservación interior con Dios acerca de nuestras necesidades e intereses; un estudio profundo de la humildad, a fin de que seamos capaces de recibir los dones especiales e Dios para renovar nuestra vida; y un ardiente deseo de vida interior escondida en las adorables llagas del Crucificado, de la cual sacaremos fortaleza para vencer a Satanás: “Porque ustedes han muerto y sus vidas están escondidas con Cristo en Dios”.

Agregamos un una advertencia sobre tres obstáculos que nos impiden caminar en las huellas del Señor, cuando no sabemos vencerlos con la fortaleza evangélica que nace de la fiel comunión con Dios.

El primero de estos obstáculos es nuestra connatural pasividad. Nuestro común tentador la usa en contra nuestra bajo el aspecto de una sobresaliente virtud, en realidad inconsistente. De ésta surge la pereza, el abatimiento, y hasta la tentación de repugnancia hacia el bien mismo: “la fortaleza me ha dejado, y la luz de mis ojos ya no están conmigo”. ¿Hasta dónde llega el dominio para perjudicar a los que trabajan por la gloria de Dios? Pero “ellos lo vencen por la Sangre del Cordero”. Una sola mirada a la Sangre divina hará que nos levantemos a trabajar con celo inagotable en el verdadero espíritu de Dios; porque: “cualquiera que sea guiado por el Espíritu de Dios, es hijo de Dios”. Trabajaremos tan poseídos de virtud, que ya no prestaremos oídos a ninguna voz de la carne ni de la sangre, ni a ningún otro deseo: “Ni carne ni sangre te ha revelado esto”. Trabajaremos con tal gozo y santo agrado en Dios, que al animarnos mutuamente a esforzarnos con alegría, estaremos llevando la Cruz de Jesucristo con palmas y triunfos por toda una feliz eternidad.

El segundo obstáculo que puede retrasar nuestra carrera apostólica es el excesivo apego a nuestras propias opiniones y deseos. De esto procede el desaliento que ya hemos mencionado. En vista de esto, el Apóstol exclama: “Yo, Pablo, el prisionero de Jesucristo”, que es como si dijera: deseo estar amarrado a Jesús por el amor. Si pensamos en la forma en que el Altísimo manifiesta su divina voluntad, este amor celestial nos hará exclamar: “¿Quién nos separará del Amor de Cristo?”. Todas las demás amarras ya están cortadas, ¡sólo triunfa la voluntad del Señor!

El último obstáculo contra el que debemos guardarnos cuidadosamente, es la falta de oración. Porque es por medio de la oración que Dios comunica su luz divina y que el alma alcanza sabiduría celestial. Precisamente de la negligencia en la oración proceden los peligros ya mencionados. Pero cuando pensamos en las cosas divinas, nuestros corazones son como un barco que, aunque sea atacado por vientos destructores y recias tormentas, lleva, sin contratiempo alguno, su preciosa carga hasta el puerto. En otras palabras, un alma de oración, al poner su mirada en Dios, no sufre naufragio en el mar tormentoso de este mundo.

Estos son los sentimientos, amadísimos hermanos, que queremos comunicarles… Esperemos que produzcan en cada uno aquellos efectos adecuados que son, ciertamente, fruto de la Palabra divina.  

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